Los vendedores del silencio (o el arte del chayote)
Utilizo el título de la magnífica obra literaria de Enrique Serna, para reflexionar sobre una práctica muy dañina que durante mucho tiempo ha prevalecido en México y en Sonora: la de las plumas a sueldo de intereses gubernamentales. Para efectos de esta columna, primero les platicaré un poco de Carlos Denegri, la figura central del libro “El vendedor de silencio”. Posteriormente abordaré la realidad paralela que se vive en Sonora y finalmente veremos en dónde estamos parados los ciudadanos, en el contexto de una complicada realidad social y política.
Pues bien, Denegri era un tipo sofisticado. Su padre fue Ramón P. de Negri, un sonorense que se desempeñó como embajador en Francia y Alemania y cónsul en Nueva York, y fue también secretario de Estado con los presidentes Obregón y Portes Gil. Por lo tanto, el protagonista del libro hablaba -además del español- inglés, alemán y francés. Como un hombre educado en las mejores escuelas, criado dentro de los círculos aristocráticos mexicanos, que posteriormente optó por el periodismo (o mejor dicho, por “el arte de la confección de percepciones”) y ello lo llevó a posicionarse como una pluma codiciada por el más alto poder hegemónico. Las relaciones con la nomenklatura mexica le dieron una amplia visión de las deformaciones provocadas por ésta, pero la seducción embriagante -precisamente de interactuar con los poderosos en turno- hicieron de Denegri un hombre del sistema: callaba y escribía según los intereses de quienes lo financiaban. ¿Tenía poder su pluma? Claro, pero esta dinámica también descansaba sobre una pervertida relación de percepciones. Sus amos en el poder necesitaban la “credibilidad” de Denegri y él, en cambio les hacía creer que todo aquello que decía ejercía una profunda influencia en la opinión pública. Por favor, recuerden esta última parte porque habré de retornar a ella más adelante.
En varias ocasiones he escrito sobre la terrible responsabilidad que recae sobre los verdaderos periodistas, pues son éstos quienes le abren los ojos a la ciudadanía, al proveerles con aquella información que el poder desea mantener oculta. Creo que si hay una herramienta que las sociedades avanzadas han logrado desarrollar para fortalecer sus democracias, es justamente el ejercicio de un periodismo libre y acucioso. En este sentido, entre más bananera es una democracia, habrán más asesinatos y desapariciones de periodistas y más Denegris existirán.
En alguna conferencia, Bob Woodward (aquel reportero del Washington Post, que en dupla con Carl Bernstein armó el caso del Watergate cuyo desenlace resultó en la renuncia de Nixon) dijo que la secrecía gubernamental equivale a la oscuridad… y que las democracias mueren en la oscuridad. Frente a esas palabras, podemos asumir que la verdad equivale a la luz y hoy, sus principales amenazas descansan en los grupos de intereses especiales, en la corrupción (sea gubernamental o corporativa) así como en los fusiles del crimen organizado. El gobierno siempre tendrá entre sus filas a funcionarios seducidos por las tentaciones de la adulación y la confección de escenarios fantasiosos, donde todo sea color de rosa. Así fue con el PRI, así fue con el PAN y hoy nos damos cuenta que la 4T no entona mal las rancheras. La diferencia central estriba entre cuáles regímenes abiertamente optan por acabar con la vida de aquellos quienes buscan que se sepa la verdad… y cuáles no.
Esto último me lleva a recordar el caso de Alfredo Jiménez Mota, aquel valiente reportero de El Imparcial, cuya desaparición cumple 16 años este fin de semana. Ante el imperio de la corrupción gubernamental, en colusión con el crimen organizado, la impunidad de este evento envió un mensaje contundente a todo el gremio: esto es lo que sucede con quienes deciden investigar. Y vaya que asustó.
Volvamos a Denegri y las diferencias entre aquel mercader del silencio y el fenómeno de sus equivalencias sonorenses actuales. Aquí no existen los “periodistas orgánicos” con peso en la opinión pública. Evidentemente hay honrosas excepciones, pero principalmente se ha conformado una fauna -intelectualmente mediana, por cierto- de pseudocomunicadores a los cuales la opinión pública cariñosamente los identifica como los chayoteros. No tienen preparación ni fineza… pero, aprovechándose del progresivo deterioro de nuestros gobernantes, les han hecho creer que ellos -los neovendedores del silencio- son pieza clave para la gobernabilidad y que sin sus “hábiles oficios”, la ciudadanía podría enojarse ante la falta de resultados. El problema es que nadie -en el mundo real- consume el falso contenido que producen. Me recuerdan, como dije en algún debate, al cuento “El Traje del Emperador”, siendo los chayoteros los sastres que confeccionan escenarios fantasiosos para complacer al gobernante… aunque todos nos damos cuenta de la ridícula realidad. Ya entrado el próximo gobierno nos enteraremos cuánto gastó el actual en “publicidad y convenios”.
La próxima administración deberá tener en la eficiencia y probidad de sus principales figuras, a su mayor escudo. Estoy convencido de que cuando un gobierno sí sirve, no tiene nada qué temer y por lo tanto, debe coexistir en relativa paz con el periodismo, y jamás debe ser su cómplice para mantenernos a todos en la oscuridad. Así ganaremos todos.